Llegó a la estación más o menos a las cinco de la mañana
(En ese tiempo todavía pasaban trenes a cualquier hora) y se quedó sentado. Lo
único que dijo fue que si seguían pasando trenes, preguntándole a un policía,
después nada más. Justo antes de que llegara al andén, un tren se había ido,
pero se quedó pacientemente esperando al próximo. No importaba, y lo sabía, si
se quejaba, maldecía o pataleaba, el próximo tren iba a llegar cuando tuviera
que llegar. De vez en cuando miraba a uno que parecía no entender esto y se
paraba justo al borde de la plataforma, como si probara su equilibrio o el
límite de su punto de apoyo, viendo la extensión de las vías, aunque así no
pudiera acelerar la llegada de la máquina ni, todavía teniendo la primicia,
modificar los horarios fijos que cumple. Si no era a éste individuo, miraba,
sin moverse de su banco, una ratita, muy pequeña y gris, imperceptible cuando
no se movía, que corría encima del riel, un rato, y después se escondía abajo.
Así hasta que, finalmente, desapareció de su campo visual a lo largo de las
vías. Habían pasado veinte o veinticinco minutos desde que llegó y todavía no
pasaba ningún tren para ningún lado, pero él estaba todavía como si acabara de
llegar. Pasó el rato mirando las vías, capaz esperando a ver si aparecía otra
rata. A veces levantaba la cabeza y miraba las palomas que volaban y se
cortejaban entre las columnas y vigas que sostenían los techos de los andenes.
Lo único que se escuchaba a esa hora era el eco de esos bichos gorjeando; más
tarde, también a unos borrachos bien vestidos que charlaban a gritos. Hablaban
como de peleas o violaciones, con su respectiva terminología, sobre lo que,
después se entendió, era una cena importante. También ellos le preguntaron al
policía sobre los trenes, pero estaban demasiado borrachos como para entender
el horario o por qué andén pasaba el tren; se pasaron, entonces, todo el rato
yendo y viniendo de un lado a otro por la plataforma. No aparecía ninguna rata
nueva. Si se miraba sin prestar atención, aquél que esperaba el tren al borde
del andén, podía parecer estar flotando con los talones un centímetro por
delante del mismo. El policía se reía solo, leyendo una historieta de
Condorito. A lo lejos llegaba el tren, las luces se hacían de a poco más
grandes y el traqueteo más fuerte. La voluntad humana es increíble, porque es
un misterio. Todos creen que la comprenden porque creen usarla, pero no saben
decirte dónde empieza, dónde termina, o hasta dónde es un instinto que se
despierta por miedo, no sé si a la libertad o a la falta de libertad. Yo ya no
creo en la voluntad, o, en todo caso, no creo que creer en ella valga para
nada. El tipo del banco se paró, se acomodó la ropa y levantó su bolso. Antes
de que el tren frenara, saltó a las vías.
Culo pa'rriba.
ResponderEliminarFin de la declaración.
Vengo a dar constancia de que soy un desastre en cuanto a tiempo para responder comentarios.
EliminarEsperaba el tren pero no para subirse. Lo que se dice un giro argumental.
ResponderEliminarVengo desde lo de Netomancia.
¡Gracias por la visita desde tierras virtuales tan lejanas!
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