Salió de su pieza entusiasmado y arreglado, con la cara
dividida por una sonrisa. Pasó en frente de un espejo y se arregló un poco más.
Después siguió su camino empezando a bajar la escalera. La casa estaba bien
limpia y ordenada, como siempre, y de la cocina venía un olor exquisito.
— ¿Ya lo hiciste, Rodolfo? —Le preguntó su mujer, aunque
era obvio, por la cara que tenía.
Ambos estaban satisfechos. Pusieron la mesa ayudándose
aunque no fuera necesario. Dos platos, dos vasos, dos tenedores. Se les ocurrió
abrir un vino medio elegido al azar entre unos que le habían regalado hace
mucho. Los ñoquis de la señora eran con tuco casero y chorizo colorado. A
Rodolfo se le hacía agua la boca. Se sentaron uno en frente del otro.
Él disfrutaba los ñoquis uno a uno. Cada vez que se los
llevaba a la boca, asentía. No paraba de comerlos ni para hablar. En un
momento, justo antes de llegar a la boca, se le escapó uno del tenedor. Le
manchó el mentón y el pantalón y rodó hasta el suelo. Al final se lo comió el
gato, que estaba abajo de la mesa esperando que algo así pasara. La mujer casi
escupe el vino pero en cambio aguantó la risa. Fue la cara de decepción de
Rodolfo por perderse el ñoqui lo que le causo gracia.
— Y
bueno, qué se le va a hacer.
Cuando
terminaron de comer, Rodolfo le pasó el pan a la salsa que sobró en su plato, y
en el de la mujer, y en la fuente.
— ¡Dejá de hacer eso, Rodolfo!
— Pero si igual después lo que sobre lo vas a lavar y el
pan se va a poner duro, hay que aprovecharlo ahora que está buenísimo. —Y
siguió arrastrando el pancito por la fuente.
Cuando por fin Rodolfo se terminó la salsa, o sea, cuando
oficialmente terminaron de comer, se quedaron callados dejando a la digestión
hacer lo suyo.
Una vez perdida la modorra de los ñoquis se pusieron a
levantar la mesa. Cuando Rodolfo levantó la fuente, empezaron a golpear la
puerta. No le hicieron caso, siguieron juntando. Y golpearon más fuerte. Nada.
«Rodolfo, pásame los vasos». Dejaron todo preparado para lavar y la puerta
retumbaba. Se sentaron de vuelta y se sirvieron un poco más de vino.
— Te quedaron muy buenos amor, especiales.
Como nadie atendía, a golpes cedió la puerta. Entraron,
sin tener respeto ni cuidado por la casa. Empujaron muebles, hicieron que se
caigan jarrones y floreros, mancharon el suelo de barro. Muchos libros
terminaron en el suelo, empujados por quienes pasaban primero, y los que
vinieron atrás los pisaron todos. Agarraron a Rodolfo y lo arrancaron de la
silla, haciéndola caer al suelo. El gato quedó con una pata chueca por un
zapatazo.
— Chau Rodolfo.
Tal como vinieron se arrastraron para atrás, pero ahora
con Rodolfo, y sin levantar nada. El hombre desapareció con ellos, más allá de
la puerta venida abajo. Entonces, en la casa, se quedaron ella sola con el gato
rengo, a quien le dijo, en voz alta:
— Era lo que tenía que pasar. Cuando lo quemen, la gente
va a poder ver que sus héroes en realidad son unos asesinos.
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