23 mar 2017

Héroes


           Salió de su pieza entusiasmado y arreglado, con la cara dividida por una sonrisa. Pasó en frente de un espejo y se arregló un poco más. Después siguió su camino empezando a bajar la escalera. La casa estaba bien limpia y ordenada, como siempre, y de la cocina venía un olor exquisito.
            — ¿Ya lo hiciste, Rodolfo? —Le preguntó su mujer, aunque era obvio, por la cara que tenía.
            Ambos estaban satisfechos. Pusieron la mesa ayudándose aunque no fuera necesario. Dos platos, dos vasos, dos tenedores. Se les ocurrió abrir un vino medio elegido al azar entre unos que le habían regalado hace mucho. Los ñoquis de la señora eran con tuco casero y chorizo colorado. A Rodolfo se le hacía agua la boca. Se sentaron uno en frente del otro.
            Él disfrutaba los ñoquis uno a uno. Cada vez que se los llevaba a la boca, asentía. No paraba de comerlos ni para hablar. En un momento, justo antes de llegar a la boca, se le escapó uno del tenedor. Le manchó el mentón y el pantalón y rodó hasta el suelo. Al final se lo comió el gato, que estaba abajo de la mesa esperando que algo así pasara. La mujer casi escupe el vino pero en cambio aguantó la risa. Fue la cara de decepción de Rodolfo por perderse el ñoqui lo que le causo gracia.
    Y bueno, qué se le va a hacer.
Cuando terminaron de comer, Rodolfo le pasó el pan a la salsa que sobró en su plato, y en el de la mujer, y en la fuente.
            — ¡Dejá de hacer eso, Rodolfo!
            — Pero si igual después lo que sobre lo vas a lavar y el pan se va a poner duro, hay que aprovecharlo ahora que está buenísimo. —Y siguió arrastrando el pancito por la fuente.
            Cuando por fin Rodolfo se terminó la salsa, o sea, cuando oficialmente terminaron de comer, se quedaron callados dejando a la digestión hacer lo suyo.
            Una vez perdida la modorra de los ñoquis se pusieron a levantar la mesa. Cuando Rodolfo levantó la fuente, empezaron a golpear la puerta. No le hicieron caso, siguieron juntando. Y golpearon más fuerte. Nada. «Rodolfo, pásame los vasos». Dejaron todo preparado para lavar y la puerta retumbaba. Se sentaron de vuelta y se sirvieron un poco más de vino.
            — Te quedaron muy buenos amor, especiales.
            Como nadie atendía, a golpes cedió la puerta. Entraron, sin tener respeto ni cuidado por la casa. Empujaron muebles, hicieron que se caigan jarrones y floreros, mancharon el suelo de barro. Muchos libros terminaron en el suelo, empujados por quienes pasaban primero, y los que vinieron atrás los pisaron todos. Agarraron a Rodolfo y lo arrancaron de la silla, haciéndola caer al suelo. El gato quedó con una pata chueca por un zapatazo.
            — Chau Rodolfo.
            Tal como vinieron se arrastraron para atrás, pero ahora con Rodolfo, y sin levantar nada. El hombre desapareció con ellos, más allá de la puerta venida abajo. Entonces, en la casa, se quedaron ella sola con el gato rengo, a quien le dijo, en voz alta:
            — Era lo que tenía que pasar. Cuando lo quemen, la gente va a poder ver que sus héroes en realidad son unos asesinos. 


10 jul 2016

Estación

            Llegó a la estación más o menos a las cinco de la mañana (En ese tiempo todavía pasaban trenes a cualquier hora) y se quedó sentado. Lo único que dijo fue que si seguían pasando trenes, preguntándole a un policía, después nada más. Justo antes de que llegara al andén, un tren se había ido, pero se quedó pacientemente esperando al próximo. No importaba, y lo sabía, si se quejaba, maldecía o pataleaba, el próximo tren iba a llegar cuando tuviera que llegar. De vez en cuando miraba a uno que parecía no entender esto y se paraba justo al borde de la plataforma, como si probara su equilibrio o el límite de su punto de apoyo, viendo la extensión de las vías, aunque así no pudiera acelerar la llegada de la máquina ni, todavía teniendo la primicia, modificar los horarios fijos que cumple. Si no era a éste individuo, miraba, sin moverse de su banco, una ratita, muy pequeña y gris, imperceptible cuando no se movía, que corría encima del riel, un rato, y después se escondía abajo. Así hasta que, finalmente, desapareció de su campo visual a lo largo de las vías. Habían pasado veinte o veinticinco minutos desde que llegó y todavía no pasaba ningún tren para ningún lado, pero él estaba todavía como si acabara de llegar. Pasó el rato mirando las vías, capaz esperando a ver si aparecía otra rata. A veces levantaba la cabeza y miraba las palomas que volaban y se cortejaban entre las columnas y vigas que sostenían los techos de los andenes. Lo único que se escuchaba a esa hora era el eco de esos bichos gorjeando; más tarde, también a unos borrachos bien vestidos que charlaban a gritos. Hablaban como de peleas o violaciones, con su respectiva terminología, sobre lo que, después se entendió, era una cena importante. También ellos le preguntaron al policía sobre los trenes, pero estaban demasiado borrachos como para entender el horario o por qué andén pasaba el tren; se pasaron, entonces, todo el rato yendo y viniendo de un lado a otro por la plataforma. No aparecía ninguna rata nueva. Si se miraba sin prestar atención, aquél que esperaba el tren al borde del andén, podía parecer estar flotando con los talones un centímetro por delante del mismo. El policía se reía solo, leyendo una historieta de Condorito. A lo lejos llegaba el tren, las luces se hacían de a poco más grandes y el traqueteo más fuerte. La voluntad humana es increíble, porque es un misterio. Todos creen que la comprenden porque creen usarla, pero no saben decirte dónde empieza, dónde termina, o hasta dónde es un instinto que se despierta por miedo, no sé si a la libertad o a la falta de libertad. Yo ya no creo en la voluntad, o, en todo caso, no creo que creer en ella valga para nada. El tipo del banco se paró, se acomodó la ropa y levantó su bolso. Antes de que el tren frenara, saltó a las vías. 


6 jul 2016

Ritual


A Daur
            Llegué temprano, muy temprano. Siempre llego temprano, y me parece bien. Todavía cuando sé que no es necesaria la puntualidad llego temprano. Aunque deje pasar el tiempo, uno o dos colectivos, y camine lento, parece como si inconscientemente siempre estuviera calculando el viaje para llegar temprano. Pero hoy llegué excesivamente temprano. Y no fue por obsesivo. Esta vez: no sabía a qué hora empezaba; llegué a la hora a la que abren. Vine a escuchar a una amiga, que tiene un dúo. Empezaban a las doce y yo había llegado a las nueve. Aproveché el tiempo para tomar, pensar y relacionarme con la gente del lugar, con los dueños y con uno que también había llegado en exceso temprano por desconocer la hora de inicio. Ya desde ese momento me parecía que algo iba a pasar. No era por llegar temprano ni una opinión común, no dije nada. Me guardé el pensamiento para mí mismo. Era una cosa del día: algo iba a pasar.
            Ellas (Mi amiga y su compañera) hacen música celta, con influencias sajonas y medievales y otras corrientes europeas que no sé ubicar en tiempo y espacio. Yo ya las había escuchado, más de una vez. Conozco sus canciones. Pero esta vez era especial. Vamos a hacer algo diferente, me dijo ella cuando llegaron, ya vas a ver. Esta vez habían traído más instrumentos. Nuevos instrumentos. Un par no tenía idea de que existieran. Tampoco sabía de dónde iban a sacar más manos para tocarlos todos. Ya había gente. Ya estaba por empezar. De vez en cuando las veía susurrándose cosas con cuidado de que no las escuchara ni las viera nadie. Pero yo las vi. No hicieron otra cosa que reforzar mi presentimiento.
            Algo malo iba a pasar y ya parecía eminente a ser así desde antes que empezaran. No sé si alguien más se puso a relacionar los hechos, yo por suerte sí. Hechos que se sucedían a medida que ellas preparaban su escenario improvisado que era en realidad una alfombra. Alfombra de la casa, en su presencia nada tenía que ver con ellas, pero podía hacerse pasar por parte de su escenografía sin problemas. Todo el lugar parecía parte de su escenografía, de repente. Más con la luz de las velas, las cuatro velas que prepararon. Velas que dispusieron alrededor suyo y de sus instrumentos. A estos últimos los repartieron por el suelo.
            Y estas velas fueron el asunto. Todo pasaba según prendían las velas. Creo que nadie más se dio cuenta. Cuando prendieron la primera: un gato —Porque ahí está lleno de gatos— tiró libros. Se había subido a un estante, se pasó por atrás y los tiró. Con la segunda vela: se volcó una cerveza. La tercera vela era la más chiquita así que le debió corresponder una caída menor. No la vi. Me la tuve que imaginar. Capaz una mosca muerta en vuelo. No vi el efecto de esa vela pero tenía que estar. La cadena continuó con la última vela: a mí se me calló al suelo un ala de pollo de las que servían ahí.
            Pero lo importante vino después, antes de empezar. Hicieron una presentación. Nunca antes habían hecho una presentación. Todo el mundo hizo silencio. Yo dejé mi vaso en una mesa para prestarles atención. Entraron desde el fondo. Una con un tamborcito y la otra introduciendo. Durante muchos años nuestros ancestros, decía, recurrían a esta ceremonia para comunicarse con los espíritus. Hoy, frente a todos ustedes, continuaba, vamos a revivir este ritual.
            Cuando empezaron me quedó claro: algo iba a pasar. La mandolina producía el ritmo y la tin whistle lo recorría con la melodía. La tin whistle es un tipo de flauta irlandesa. Yo no la conocía hasta que las conocí a ellas. De a poco aumentaban el tempo. Con el tempo el volumen. Al final no se distinguía dónde terminaba la mandolina y dónde empezaba la tin whistle. El público las acompañaba con aplausos a ritmo. Sin abandonar mi presentimiento, yo también aplaudía. Al fuego de las velas parecía que lo empujaban las ondas de sonido. Pero era algo más. Miré mi vaso y también. Su contenido se movía como si alguien hiciera temblar la mesa. Pero nadie estaba tocando la mesa.
            Dejé de aplaudir. Me abrí paso entre la gente que estaba atrás mío. Permiso, voy a mear, pedí. Y me encerré en el baño. Con el pestillo puesto y todo. Porque no me equivoqué.
            Un poco después de mi encierro, parecía que iban a parar de tocar. Pero no. Paró el público de aplaudir, nada más. La música siguió. Siguió más fuerte. Aparecieron los demás instrumentos, todos a la vez. ¡Todos a la vez! Y apareció, también, una percusión peculiar. Es que no les había visto nada parecido a un bombo y, sin embargo, ahí estaba. Ese ruido era como los pasos de un ser gigante que no pertenecía a este mundo ni a esta dimensión. Todo mientras yo estoy en el baño. Contra una pared. Pensando en qué será lo que me espera del otro lado de la puerta, para cuando, eventualmente, tenga que salir. 

8 jun 2016

Entomología (por WhatsApp)

Yo:
¿Te dormiste?
Elva:
Sí.
Pero ya no. xd
Se ha colado la puta polilla más
grande que he visto nunca en
mi cuarto. xd
No hagas bromas de esto porque
es serio.
Quiero dormir y no puedo echarla
porque encima hay mosquitero.
No sé cómo coño entró.
Así que estoy en el pasillo
sentada en el suelo esperando a
que se venga para acá.
Yo:
No te va a hacer nada.
Elva:
Ya, realmente no. Pero no puedo
dormir con ella cerca de mí y
menos si voy a tener la luz
encendida.
No se mueve, me cago en su
dios.
Voy a tirarle bolas de papel.
Como le dé le hago daño y darle
cerca no funciona, es subnormal.
xd
Yo:
Apagá la luz y prendé del pasillo.
O del baño.
Elva:
Si es que eso he intentado varios
minutos y no se mueve.
Ha estado dándose muy fuerte
contra el techo, que sonaban los
golpes, capaz está mal por eso.
Voy a darle con el secador. xd
PERO QUE LE HE DADO UNA
HOSTIA A LA LÁMPARA.
Y SE HA MOVIDO
SE HA MOVIDO LA LÁMPARA.
Estoy en el suelo ella en la
lámpara y le he podido ver los
ojos.
No salía de la jodida lámpara
aunque esté apagada, le
tuve que dar con el calzador
TANTO que la he tirado al suelo
y ENTONCES ha salido
jodeeeerrrrrr.
Ahora está en el pasillo y yo en
mi cuarto con la puerta cerrada.
Pero las luces del baño y el
pasillo encendidas. xd
Dioooooooos jodeeeeeerr de
verdad que por qué me tiene que
pasar esto a mí y más hoy que
estoy reventada.
Ya lo conseguí poner todo en
orden. xd
Y AHORA OTRA VEZ TODO LLENO
DE HORMIGAS.
DE VERDAD QUÉ ASCO.
NI SIQUIERA HAY COMIDA Y
MENOS EN MI PUTA CAMA
diossss.
Ya está.






Agradecimientos a Elva (@_EgoBrain_) y a Facu Dassieu (Por la idea del formato).


16 feb 2016

Carta manuscrita encontrada en un libro hecho a mano

          Es posible que ahora, gracias a vos, yo forme parte del pequeño grupo de personas que todavía lee libros físicos. Ya te conocía de los pasillos y las escaleras, pero hasta aquella noche en el bar era suficiente. Era un bloque de seis pisos sin ascensor; hoy me sorprende que hayan desaparecido primero las editoriales tradicionales de libros que los edificios sin ascensor. Vivías en el tercer piso, sola, yo vivía en el quinto, con compañeros de la facultad. Hablabamos  muy poco o casi nada, cuando uno subía y el otro bajaba, o cuando subíamos al mismo tiempo. Aunque no solíamos hablarnos, generalmente yo bajaba leyendo o escuchando un libro electrónico. Sos bonita, sí, con buen cuerpo, pero hasta aquella noche en el bar era suficiente con verte en los pasillos y las escaleras. No sé si antes ibas, era la primera vez que te veía ahí. Era un bar, era de noche, había tomado, ya te conocía. Con razón suficiente me acerqué y hablamos. Algunos saltaban, otros intentaban bailar casi sin música dándose golpes contra las mesas, unos más aburridos trataban de leer sus libros electrónicos. Vos y yo hablábamos. Ahí supe que también leías. "¿Qué te gusta leer?" Pizarnik, John Polidori, Elliott Nimoy, Le Fanu, Saki, Kerouac. Autores que yo no conocía o que nada más conocía de nombre, nunca me los habían recomendado en la web. "¿Y a vos?" Stephen King, García Marquez, Cortazar, Asimov, Tolkien...
          Apenas encontramos algo en común pero nos interesábamos mutuamente y no nos interesaba nadie más. La noche siguió de la única forma que puede seguir una noche en que dos personas, solitarias y medio borrachas, se descubrían de esa manera. Sin darnos cuenta nos acercamos. Nos besamos, nos abrazamos, rodamos para afuera entre la gente, rodamos tres pisos para arriba. Fuimos a tu departamento porque vivías sola y porque no hubieramos aguantado dos pisos más. No tuve tiempo para mirarlo por primera vez, para decirte qué bien que decorás. Estaba ocupado viéndote o no viendo nada o viéndote sin los ojos. Hicimos el amor, o nada más tuvimos sexo, o lo que haya sido, lo hicimos. Lo hicimos como nunca lo habíamos hecho antes... No. Lo hiciste como nunca nadie lo había hecho conmigo. Tampoco soy un experto, pero ninguna con la que me acosté, y ninguna con la que me acostaré alguna vez, tendrá tus dedos, tan diferentes al tacto, entre sí y al de las otras mujeres. ¿De dónde sacaron tus dedos esa habilidad?
          Al mediodía me desperté en una habitación que no era la mía, tenía la misma forma pero era totalmente diferente. Me vestí, con mi ropa, sí, pero me sentí distinto. Aunque sólo pude ponerme los pantalones, vos tenías mi camisa, desayunabas sólo con ella, ¿para qué mi camisa si tenías las tuyas? Te encontré en una sala-comedor con dos paredes tapadas por estanterías con libros en papel y discos, compactos y de vinilo. Leías uno de esos libros, Fungoides, de Enoch Soames, con las tapas de cartón, cosidas, apenas, con las hojas. "Lo hice yo misma. Lo imprimí y lo armé, ya no se consigue en ningún lado." Ni siquiera te habías sacado la tostada de la boca. "¿Vos  estás leyendo algo?",  Yo estaba leyendo El Psicoanalista de John Katzenbach. Había escuchado de gente que todavía lee en papel, porque con las pantallas se les cansan los ojos o porque son nostálgicos de esas épocas de hace como treinta años en que lo corriente era el papel. No quería creer tampoco que eras de aquéllas con el pensamiento aristocrático de que el papel es mejor sólo porque el libro electrónico aumenta el consumo gratis. Tampoco comprendía que leyeras poesía, ya nadie lee poesía. Pero había algo en verte leer, semidesnuda, con las dos manos y absorta, como si afuera tuyo no existiera nada. En ese momento eras vos y Fungoides sin nada más directamente en el medio.
          Antes  de que me fuera de vuelta a mi departamento me recomendaste el libro. Me sentí en un compromiso. Me costó encontrarlo, estaba en lo más profundo de Internet. Conseguí que me pasaran un enlace de descarga en un foro recién una semana después de haber preguntado. Durante esos siete días nos vimos cinco, nos acostamos dos y no me nombraste el libro nunca. Ninguna de esas veces fue igual a otra. El sexto día todavía no conseguía respuesta; me acordaba de tus ojos, fijos al libro, después fijos en mí, despidéndote y recomendándomelo. Quise llamarte para que me pasaras la página desde donde lo imprimiste, no contestaste. Me devolviste la llamada al día siguiente pero ya habían contestado en el foro, te dije que no pasaba nada, que había marcado sin querer desde el bolsillo. En el momento me puse a descargar el archivo, con razón, porque en menos de una hora la respuesta se había perdido entre otras notificaciones y comentrios sin valor.
          Fungoides, poesía de Enoch Soames. Un autor del que no sabía nada y no tenía voluntad para investigarlo en Internet. Los poemas eran extraños, eran confianza mezclada con miedo. Yo estaba acostumbrado a esas cosas de sangre y de lo oscuro, pero Soames los usaba como un símbolo y no terminaba de entenderlo. Recordaba tus ojos y me sentía en un compromiso. Me quedé casi toda la noche frente al libro electrónico, esperando que, en algún momento, esos versos tuvieran no sólo sentido, sino también que me transmitieran alguna emoción que me conectara a vos. Las palabras iban y venían, algunas sin coherencia, otras demasiado rápido y sin historias. En cuanto terminaba de leer un poema me olvidaba el principio del mismo y todos los anteriores. Me alegré de saber al menos, que disfruté, por su sonido, algunos como Nocturne, pero todos los demás me eran inalcansables. Llugué a pensar: y si Enoch Soames fuera un tonto... Inmediatamente surgió una hipótesis rival: si el tonto fuera yo...
          Fui a verte dos días después. Hubiera esperado más a conectarme finalmente con el libro y, por fin, tener algo realmente en común con vos. Pero te ibas. Ideaste, con unos amigos, irte una temporada al monte, ninguno sabía cuándo ibas a volver. Así que tuve que ir a tu departamente ese día. Hicimos el amor por última vez, como ninguna de las anterores. Terminamos, desgastamos el capricho de nuestros cuerpos, y hablamos de libros. Fue una confesión dura la de no haber terminado de entender Fungoides. "¿Lo leíste de Internet, no?", preguntaste, "qué tonta, te lo di ya elegido. No me di cuenta, la que apareció de casualidad fui yo, no Enoch Soames... Ya sé" y agarraste el famoso libro y me miraste con esos ojos, por última vez, "por esto no es lo mismo un libro electrónico" y escribiste atrás de una de las tapas de cartón con tu propia mano, con tu propia letra, "Para... porque... y... Con amor de."
          Está escrito en tinta negra pero para mí es tu sangre, sos vos. Te fuiste, yo me quedé en mi departamento, con mi versión física de Fungoides, con una parte tuya. Lo releí o lo leí por primera vez, bajo una lámpara. Me sentí un antiguo estirándome para apagarla cuando terminé de leer. Ya me había leído el libro entero por lo menos tres veces pero leer tu regalo era como empezar un libro nuevo. Con seguridad era la misma edición, porque era la única en Internet y porque tenía las mismas notas al pie de página. Pero algo tenía el Fungoides arruinado por la humedad que ése que ya había leído no tenía. Esta edición casera, firmada con tu sangre atrás de la tapa, era como estar con vos y hacerte el amor de nuevo, con ropa, sin moverme, en el comedor y con los ojos. Y a la vez era un nuevo yo, era una nueva persona que no existía en ningún otro lado. Yo era ése, con ese libro, con esa dedicatorio. Fungoides eras vos y por esto yo era, o por lo menos, valía la pena ser. Era el hombre al que le dedicaste Fungoides.
          Hace una semana me llegó tu carta, manuscrita como no podía ser de otra forma. Es una pena, para Enoch Soames y para mí, que no pienses volver por ahora. Tal vez algún día yo también me vaya al monte, a buscarte. Hasta entonces, como yo te tengo en Fungoides, te mando Negaciones, el primer libro de Soames, impreso y cosido entre dos tapas de cartón, con esta carta adentro.

Imagen provisional, que está bien pero tengo pensado otra...

2 ene 2016

Thanatópolis

— Una ciudad de eutanasia y gloria
en medio de un desierto
sin policías
y sin bomberos
y sus únicos médicos
van en coches negros
y estirados
y salvan las vidas de sus habitantes
que viven o creen vivir
con las ventanas cerradas
o tapiadas
o inexistentes,
y sus únicos vigilantes
construyen hoteles y hospedajes
y llevan palas
en vez de balas y fusiles.
Pero no te confundas, Aullidos,
porque son más fuertes
que las guardias civiles
de todas las constituciones
y son más honestas
y más inocentes.

— Pero,
— Dijo Aullidos—
¿qué tan inocene se puede ser
si se es el que cava
y el que construye
en una ciudad de eutanasia y gloria
todavía si de esa forma
no se mata a nadie?


28 dic 2015

El hombre que quiso irse de Thanatópolis


Hubo una vez un hombre en Thanatópolis, que un día quiso irse, conocer el mundo, con la misma cara con que había venido. Hizo las valijas y se puso su mejor traje: el traje con que había llegado. No tenía una mancha de polvo, no tenía un gusano. La puerta de su casa asustó a las aves y a las plantas y a la luna y a los guardias. El concejo de Thanatópolis tomó medidas y encerró a ese hombre y a su familia en una cárcel, una cárcel que era su casa. El más experto funcionario de la ciudad, con sus martillos, clavó al suelo los pies del hombre que  quiso irse.
Desde ese día cuenta la gente en Thanatópolis, una ciudad de eutanasia y gloria, que hubo una vez un hombre que quiso irse y que fue encerrado. Era un hombre insano, de mal gusto y mal vestido, sin respeto por la gente de Thanatópolis. Cuando esto les aburra, dirán que tras irse volvería transmitiendo enfermedades, después que en realidad era un delincuente buscado por la ley, después que nunca fue bienvenido, o que nunca volvió a Thanatópolis, o que nunca había llegado o que, en realidad, nunca hubo un hombre que alguna vez haya  querido irse de la ciudad.