21 dic 2015

Un recuerdo imborrable de la infancia


     La casa de Inés era enorme, por eso me sorprendía tanto esta afición suya. Aunque habiendo sido una niña mimada es normal que le haya sido imposible saciar su curiosidad. Esa cualidad hereditaria de tener todo lo que quería debió ser lo que le enseñó a insistir sobre aquello que no quiere ser descubierto. Tenía todo lo que quería pero, aunque los tuviera, no quería juguetes, por lo menos no lo que otros consideraban juguetes. Por ejemplo, yo seguramente era su juguete. Toda la gente que Inés conociera, si ella lo deseaba, sería sus juguetes. No, no sólo si ella lo deseaba, si a caso a ella le viniera bien. Pero después estaban estos otros juguetes, no sé si abstractos o imaginarios, tal vez una mezcla de ambos. 
     Para los años siguientes las casas de la zona, salvo la que fue de su familia y alguna otra, se convirtieron en hoteles caros, pero hasta entonces, en mis años con Inés, las que quedaron abandonadas quedaban abandonadas. Una, por lo menos hoy, es la protagonista del tener-todo-lo-que-quiera de Inés. Indiferente, entre todas las casas viejas de la zona. Con las puertas selladas, las ventanas rotas y las plantas de su jardín todas muertas. No pudo sacársela de la cabeza desde que pasó en frente suyo volviendo con la familia del teatro. Tampoco creo que haya podido sacársela nunca. Yo no puedo. 
     No era como las otras chicas de su clase, si no nunca hubiera jugado conmigo. Tal vez sus padres estaban demasiado distraidos, absortos en negocios y ocupados en comprarle juguetes y prepararle juegos a su hija como para vigilarla y limitarla, melancólicos y enajenados por la pérdida reciente del hermano de Inés. A ella le organizaban citas de juego con otros chicos, seguro que por intereses paternos. A mí nunca me invitaban. Ella decía que no soportaba a sus compañeros de juego, pero no sé hasta qué punto elegía jugar conmigo porque le parecía más interesante o porque tenía que elegir un juguete diferente para su juego favorito. Sus amigos de reunión no eran capaces, o tal vez eran muy caros para ensuciarse. Entonces me tendría a mí para algunos juegos, a los chicos de las reuniones obligadas para otros, a sus perros para otros más y a sus niñeras para el resto. 
     Ese día me agarró del brazo y me dijo:
     — ¿Viste la casa que está en el terreno al lado del galpón del herrero?
     — No es una casa, es una iglesia.– Le dije yo.
     — No, del otro lado.
     No me acordaba de la casa, ni siquiera sé si la había visto. Ella sola se acordaría de una casa que vio atrás de una libustrina y unos yuyos secos, en un barrio donde hasta las casas habitadas están igual. 
     Todavía no me había propuesto nada, pero era imposible negarse a esa mirada que todo lo que quería en ese momento era entrar. 
     Fuimos cuando terminó el turno de la niñera que tenía a esa hora, porque la que vino después nunca se preocupaba por Inés, se quedaba en la casa robando lo que encontraba en la cocina. No creo que nadie nos haya visto, pero si nos vio no creo que le importe, como no le importaba a ella, que no le costó encontrar un agujero en la libustrina ni dudó en atravezarlo. Yo sí dudé, como cualquiera hubiera dudado; no por ser descubierto o por supersticioso, pero tal vez ella era muy inocente para imaginar, como nosotros, peligros reales que puedan esperar en la casa. Tal vez sólo podía pensar en aquello que sabe que no existe y por eso se animaba. 
     No como la suya, pero la casa era enorme, aunque apenas la recorrimos. 
     En el camino hasta allá no había ningún árbol. Fuimos caminando abajo del sol de enero y llegamos transpirados, aunque nos refrescó la esencia fría de la casa, como si de repente se hubiera largado a llover sin haber todavía una nube en el cielo. Si no fuera porque esa es la esencia de todas las casonas de por ahí, hubiera parecido que aquella tormenta, imaginaria, se dejaba caer exclusivamente en el terreno de esta casa.
     Ella quería entrar por la ventana pero le dije que se iba a lastimar. Sabía que no era razón suficiente para hacerla desistir, así que por lo menos intenté abrir la puerta a patadas, sin resultado. Podía parecer estar a punto de ceder pero seguramente eran cosas mías que quería creerme. También intenté dándole con una tabla que había por ahí, pero nada más se partió esta última. Al final no me hizo caso y entró por la ventana. Tuve que seguirla por el mismo camino porque si no iba a empezar a reírse de mí. Por suerte ninguno se lastimó, y ya estabamos adentro de la casa. Con todas las ventanas abiertas todavía parecía de noche adentro, pero no tan de noche como para no ver la multitud de muebles que había. 
     Al principio creímos que eran sombras o estampados raros del tapiz, pero ella sacó una caja de fósforos y prendió uno. No se veía mucho pero lo suficiente para saber que los muebles y paredes estaban escritos con letras que no terminabamos de entender. Yo no quería que acercara el fuego a nada porque se iba a descuidar e iba a quemar todo. Lo que pudimos ver bien fue una mesita de luz que estaba toda escrita con estas letras. Se podían leer pero decía algo como "ImDSAD1". Nos miramos con Inés sin decir nada y supusimos que era una especie de código. 
     Iba a seguir alumbrando por la pared pero el fósforo se le consumió hasta la mano y lo tiró al suelo. Empezamos a pisar la llama para que se apagara. Éxito. Lo único que pudimos ver en la pared eran muchas J. 
     Fuimos más cerca de las ventanas y también vimos en sus marcos ese tipo de código. Ella, descontenta, sintiéndose desafiada, se fue más adentro de la casa, donde se veía menos, y me hizo ayudarla a buscar cualquier cosa; no sabía bien qué, cualquier cosa que le diera una pista del código y lo que pasó en esa casa. Después de minutos inútiles buscando abajo de muebles y en cajones, nuestros ojos se acostumbraron un poco a esa oscuridad. Ella se dio vuelta. «Mirá». Me costó, pero en un rato pude leer en la pared: "SAD1llKil4Jq". Después nos giramos, todas las paredes estaban igual, con diferentes códigos sin sentido. 
     Nos quedamos un minuto en silencio cuestionándonos dónde nos habíamos metido. Después hicimos como que no pasó nada y seguimos buscando. Pero no encontramos nada. Inés inventó un método con el reloj para usar el código, que también lo tenía escrito encima. Le dio vueltas de mil formas a las agujas, pero no tenía sentido. 
     Por la escalera no nos atrevimos a subir. Puso excusas de que había que seguir buscando abajo primero, pero en realidad teníamos miedo y no queríamos estar muy lejos de una salida. Sin hablar de eso nos metimos a otra pieza de abajo. Era muy chica y humilde para una casa de ese tamaño. Tenía una ventana enorme, abierta, se podía ver todo y se podían leer todos los códigos. Tenía una cama de metal contra un ropero, a pocos centímetros, frente a la otra pared, un escritorio con un teléfono viejo y, colgado sobre éste, un espejo alto tapado con esas letras. 
     Inés se había puesto a revisar el ropero, yo ya estaba cansado y me senté en la cama. Al lado de la almohada había una muñeca de trapo, fea, húmeda y también escrita. La levanté y la miré. En la cabeza ponía "SAD1", en el torso "llKil", en la pierna derecha "4" y en la izquierda "Jq". Ahí estaba de vuelta el código ése. Me dio impresión pero no quise soltar la muñeca, tenía que seguir mirándola, no sé por qué. Si Inés me hubiera visto me habría pedido que la revise. Me dio escalofríos y asco tener la muñeca en la mano.
     Pero sonó el teléfono y no pude concentrarme en la muñeca. Me quedé mudo y no pude decirle nada cuando fue a contestarlo, como si fuera el de su casa y no uno que debería estar sin servicio hace más de diez años. 
     — ¿Qué te dijo?
     Y pronució, con el acento inglés que le enseña en casa su apellido. 
     — "Sad one will kill for joke".
     Salimos corriendo por la ventana de la pieza. No creo que ninguno de los dos haya entendido en el momento lo que pasó, pero nunca lo hablamos y yo nunca dije nada de eso hasta ahora, que hace años desde que Inés se murió. La casa ahora seguramente la tiraron abajo e hicieron uno de aquellos hoteles, así que nunca voy a saber qué pasó, aunque no me importa.



2 comentarios:

  1. Has vuelto y de qué forma.

    Inés... que lindo nombre, tan propio de las memorias de un Cortázar o una Ocampo - como la esencia de este relato - tan acorde a esos años tan paquetes.

    Pienso que podés desarrollarlo más, que hay un sinfín de detalles y matices - no queriendo decir: "explicaciones" - que enriquecerían bastante un relato de por sí muy bueno.

    "El triste matará - como quien dice - pa´jodé."
    La niñera que roba, las otras niñeras, los otros juguetes de Inés.

    Me brotan muchas imágenes, pido permiso para reproducir alguna de ellas en un relato (Con la correspondiente mención, como en "Lealtad")

    A saber:
    http://pensamexos-inconientos.blogspot.com/2015/02/lealtad.html

    Abrazo sideral.

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    1. Nooo, por favor usá todas las imágenes que quieras (Además, en parte ayudaste, con la especie de convulsión esa de tu PC para escribir lo de SAD1), para mí sería un honor.
      Aparte, es un universo del que se puede sacar frutos, tanto que hasta la hora de escribirlo se me ocurrían otros relatos al rededor del mismo.



      Ya había leído Lealtad (Y me había transmitido el interés de compartir universos entre diversos escritores). Todavía me provoca las mismas emociones sorpresivas que se contradicen entre sí y al final uno no sabe cómo quedarse como la primera vez, muy bueno.


      ¡Abrazo!

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